El radicalismo como forma de hacer política

Un yerno mío británico se asombraba, no hace mucho, de que los españoles gritásemos tanto en la calle, sin dejarnos hablar unos a otros ni en las reuniones familiares y, en cambio, nuestros parlamentarios fuesen tan corteses, turnándose en el uso de la palabra y no interrumpiéndose: “Justo lo contrario de lo que sucede en el Reino Unido, donde la gente es educada en la calle pero se producen unos guirigayes de locos en el Parlamento”.

Ya no podrá decir lo mismo tras la investidura de Pedro Sánchez esta semana.

Lo que acabamos de hacer en España es asemejarnos a otras cámaras legislativas —y no para bien—, en las que la bronca y el insulto están a la orden del día cuando no el llegar a las manos entre sus señorías.

Comienza a ser ya moneda común en todas partes, desde Hong Kong a Venezuela —en la que empiezan a multiplicarse los presidentes—, o los Estados Unidos, donde el posible impeachment a Donald Trump ha levantado un muro de odio cerval entre demócratas y republicanos.

Y es que no se ha producido el ocaso de las ideologías, como profetizaba erróneamente Francis Fukuyama en su libro El fin de la Historia y el último hombre, sino todo lo contrario: la exacerbación ideológica. ¿Por qué, si no, la violencia de las manifestaciones de los chalecos amarillos en Francia, un país que vive por encima de sus posibilidades, o la auténtica guerrilla urbana en Chile, el país más próspero de aquel continente?

Pues porque el bienestar económico producido por la globalización, con una generación que vive diez veces mejor que sus padres y cien veces mejor que sus abuelos no le basta a ésta ante la presencia de nuevos retos y nuevos valores de los que hasta ahora se sentía excluida: ecología, feminismo, medio ambiente, protección social… Por eso, el social comunismo, o progresismo, o llámese como se quiera, no ha desaparecido, sino que sus postulados se han radicalizado bajo nuevas denominaciones, con el común denominador de una mayor intervención del Estado en la vida pública.

Por otra parte, si la izquierda se ha endurecido, lo mismo ha pasado con el pensamiento liberal. Unos y otros se han enquistado en el fundamentalismo, digámoslo así. Ya no hay, pues, comunistas clásicos ni fascistas como los de antaño —salvo China, quizás, que participa de ambas ideologías—, sino que unos y otros ahora son simplemente ultras, radicales o extremistas, en defensa de los valores sociales, aquéllos, y de las libertades individuales, éstos; concepciones antagónicas, por supuesto, que ofrecen un panorama de confrontación mundial que no acaba más que comenzar. 

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